Sí, es verdad. El fondo de la Mona Lisa que se conserva en el Museo del Prado era totalmente negro. No sería hasta el año 2011 –aunque la ficción que se relata en este cómic se produzca en 2019, año del bicentenario del museo y quinto centenario de la muerte de Leonardo Da Vinci- que los técnicos encargados de su restauración recuperasen el paisaje tras la figura, liberándola de esa masa oscura que la rodeaba. Radiografías y reflectografías infrarrojas –en la actualidad el trabajo previo a la restauración, que no deja espacio al azar, es tan importante como ésta- desvelaron para sorpresa de los restauradores ese horizonte oculto.
Hecho público el descubrimiento, esta copia de la Gioconda – hermana de la que atesora el Museo del Louvre, para gozo de riadas de turistas Smartphone en mano- adquirió relevancia propia. Algo de la que antes carecía por considerarla una más de las tantas copias de la original.
Al margen del debate abierto de si la mano del maestro Da Vinci intervino o no en algún momento de su elaboración dentro de su taller, lo que sí cabe preguntarse –o al menos yo me lo he planteado- es por qué, dos siglos después, a alguien se le ocurrió enlutar esos paisajes. Paisajes que hoy conocemos gracias a que, por suerte, una capa de barniz previa los resguardó.
El cuadro, que se elaboró en el taller de Leonardo de manera paralela en el tiempo al original –incluso con las mismas modificaciones o arrepentimientos del maestro, pero que acabó diferenciándose de éste por lo que no es exactamente una copia- forma parte de la colección del Prado desde 1819 y de la Colección Real desde mediados del siglo XVII. Sin embargo, hasta la fecha su autoría es desconocida. La aplicación del fondo negro durante el siglo XVIII, también de anónima responsabilidad, podría deberse a un deseo de otorgar a la tabla un aspecto “nórdico”, semejante al de la pintura barroca neerlandesa en boga en aquella época. Una figura enmarcada en un fondo negro. El juego de claro-oscuros, luces y sombras que confieren profundidad y dramatismo a la obra.
Dudo mucho que la intencionalidad fuese otra. El tapar, el ocultar, el censurar, el no dejar constancia… No, este no fue el caso. No como en otros en los que muchas obras de arte pasan por el filtro de miradas críticas que juzgan, menosprecian, ridiculizan, mutilan e incluso destruyen. Ha pasado siempre, desde la quema en “la hoguera de las vanidades” savonaroliana, las degradantes muestras del llamado “arte degenerado” que fomentó el régimen nazi, la voladura de monumentos históricos por parte de extremistas religiosos; hasta la cultura de “la cancelación” con la llegada a las concejalías de políticos carpetovetónicos con montera.
Y no es extraño que esos mismos censores no duden en expoliar, como aves de rapiña –sin asomo de vergüenza- obras de arte durante los conflictos bélicos. Botines de guerra los llaman, como justa recompensa y pago a sus heroicas gestas.
Pero cuando ese patrimonio no puede conseguirse porque está en manos del adversario, la alternativa más común es su destrucción. Si yo no lo tengo, tú tampoco. Algo totalmente repudiable y que forma parte de la historia. También de este nuestro país.
Se cuenta en este cómic y es columna vertebral de su estructura. De hecho, comienza así, relatando como la aviación fascista bombardeó Madrid y como el Museo del Prado fue alcanzado por bombas incendiarias y la onda expansiva de impactos cercanos. Por suerte los daños causados no llegaron a provocar la pérdida de ninguna obra de la pinacoteca.
Más condenable es el desapego de personajes como el por aquel entonces agente del bando sublevado ante las autoridades de Londres, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó. Sabedor de que el Palacio de Liria, propiedad de la casa de Alba desde su construcción en el siglo XVIII, había sido incautado por el Partido Comunista al iniciarse la Guerra Civil, dio su plácet a que fuese alcanzado por los bombardeos de la Legión Cóndor. Si no es mío, tampoco tuyo. Por suerte el duque no fue tan desprendido como para permitir que las joyas artísticas que adornaban las estancias de su palacio se convirtiesen en cenizas y humo y, previamente, mandó trasladarlas al Banco de España y la embajada británica. Otras piezas fueron salvadas por el personal de la casa y voluntarios republicanos durante los bombardeos, aunque mucho otro patrimonio acabó destruido junto con el palacio.
Pero, así como durante este periodo de Guerra Civil Española unos se empeñaron en destruir –situación que se dio por ambos bandos, de manera eficiente y organizada por los fascistas, y llevados por la rabia de los incontrolados, como respuesta a los sublevados y quienes les apoyaban-, otros dedicaron sus esfuerzos a salvar y proteger. Primero, y sin ninguna experiencia previa, de manera totalmente improvisada, rozando el desastre pese a las buenas intenciones. Después con ingenio, paciencia, orden y sentido común. Figuras como Timoteo Pérez Rubio –esposo de la escritora Rosa Chacel-, director de la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Histórico Artístico, y su equipo, héroes modernos ataviados con batas de trabajo y armados con embalajes, inventarios y fichas, consiguieron evacuar y salvaguardar miles de piezas de arte en un periplo que debía seguir los pasos de un gobierno de la República que abandonaba la asediada capital para trasladarse sucesivamente a Valencia, Barcelona y de allí al exilio a través de la frontera francesa.
Es durante su estancia en Valencia, resguardados bajo las bóvedas reforzadas de las Torres de Serranos y la iglesia del Real Colegio Seminario del Patriarca, cuando se desarrolla el plan que se cuenta en este libro. Un plan imaginario, llevado a cabo por personas que quieren escapar del futuro incierto que les deparará la inminente derrota. Personas que, pese al desánimo, no pierden sus principios e ideales y piensan en el bien común, aunque otros se dejen arrastrar por el egoísmo, la maldad o la violencia, frutos todos ellos del miedo.
Por si alguien quiere adentrarse más en lo que acaba de leer en este escrito, puede hacerlo a través de los siguientes títulos publicados:
Ana GONZALEZ MOZO y otros autores. Leonardo y la copia de Mona Lisa del Museo del Prado. Nuevos planteamientos sobre las prácticas del taller viniciano. Madrid: Museo Nacional del Prado, 2021.
José CALVO POYATO. El milagro del Prado. La polémica evacuación de sus obras maestras durante la guerra civil por el Gobierno de la República. Madrid: Arzalia, 2018.
Y la última para quien muestre interés por las falsificaciones. Pero solo por motivos puramente didácticos, ya que de lo contrario jugará con fuego, como lo hizo el autor del libro que, como un Bruce Lee del mundo pictórico, murió asesinado en Roma después de desvelar por escrito los secretos del noble arte de la falsificación y aquello que lo rodea:
Eric HEBBORN. The art forger’s handbook. Nueva York: Overlook Press, 1997.
Texto escrito por Agustín Ferrer Casas